domingo, 31 de mayo de 2015

RELATO BREVE - VIAJE A LAUSANA


Medalla de oro en Netwriters Tintero - Tema: La plaza del pueblo - 28/05/2015
Mientras se dirigía hacia la parada de autobús que la conduciría a un destino incierto, sus ojos se empapaban de las imágenes cotidianas:  los chopos con el peculiar sonido de sus hojas, los perros y gatos sueltos, los tiestos plagados de geranios en las puertas de las casas… No tenía ni la menor idea de cuándo volvería a disfrutar del aroma de los campos ni a escuchar el sonido de las campanas de la iglesia llamando a misa. Pero sobre todo, ya estaba echando de menos la ternura de los brazos de su madre, las charlas con Charito, su amiga desde siempre y las caricias de Gabriel, su novio.

El autobús ya había abierto las puertas cuando Inés llegó a la plaza. Era muy temprano y las tiendas situadas bajo los soportales aún no habían abierto. Pasó la vista por aquel paraje en el que tanto había disfrutado.

Su madre había guardado un respetuoso silencio desde que salieron de casa; ninguna de las dos quería hacer más difícil la despedida.

Metió el equipaje en el maletero y sin permitirse sentimentalismos, la  abrazó y subió al vehículo rumbo a un país desconocido, con un idioma extraño y con unas nuevas gentes por conocer.

Desde la ventanilla y mientras el autobús iniciaba su salida del pueblo fotografió mentalmente cada calle, cada vivienda, cada rincón...  En la última casa, divisó a un hombre que miraba fijamente en su dirección mientras fumaba un cigarrillo apoyado en el quicio de la puerta. Al pasar le pareció leer una palabra en sus labios: “Perdón”.

Cerró los ojos e intentó olvidar los acontecimientos de las últimas horas.  La beca que le habían concedido en el Conservatorio de Lausana, lejos de haber producido alegría, provocó un drama que Inés prefería olvidar.

—Me voy a quedar sola. ¿Y si enfermo? —le dijo su madre llorando.

—Si te vas, será mejor que olvidemos lo nuestro. Vive tu vida, que yo haré lo mismo con la mía —sentenció Gabriel.

—Es mi futuro, aquí no conseguiré ser la gran pianista que siempre he soñado —había contestado a las quejas de sus dos seres más queridos.

Sólo su amiga Charito la animó a que se fuera.

—Te echaré de menos, pero es lo mejor para ti. Seguro que te irá bien. Disfruta mucho. Te escribiré a menudo.

Pasaron dos años antes de que Inés volviera a España al entierro de su madre, aunque no fue en el pueblo sino en Barcelona donde se había trasladado para vivir con su otra hija.

Regresó a Lausana y dedicó su vida a la música. Situó su residencia en la plaza del ayuntamiento, en una casa antigua frente a la Fuente de la Justicia y muy cerca de la catedral. Necesitaba el sabor un lugar como aquel para no olvidar sus raíces. De Gabriel no volvió a saber nada, ni una carta, ni una llamada. Con Charito se escribió durante los primeros meses y poco a poco perdieron el contacto. A través de su madre supo de su amiga que, poco después de su partida,  se había casado.

Veinte años más tarde volvió al pueblo. Ambas hermanas querían vender la casa de sus padres y se trasladaron allí para vaciarla de todos los recuerdos acumulados en sus estancias.

Por la tarde salieron a pasear. En la plaza, la pequeña tienda de comestibles de los padres de Gabriel estaba abierta. Inés asomó la cabeza y observó a un joven detrás del mostrador. Su rostro le resultó familiar, reconoció  en él al Gabriel que había dejado atrás hacía muchos años.

—¿Eres hijo de Gabriel? —le preguntó Inés.

—¿Le conoce?

—Sí, me gustaría saludarle.

—Mi padre está haciendo unos recados, pero mi madre está dentro. Espere un momento. Voy a avisarla.

Al momento salió acompañado de una mujer. Al verse, ambas se miraron fijamente. Entonces Inés entendió que su querida amiga Charito la hubiera animado a irse, sus cartas llenas de nimiedades y la palabra “Perdón” que creyó leer en unos labios cuando se marchaba.

lunes, 11 de mayo de 2015

RELATO BREVE - EL HAYEDO DE BUSMAYOR

Ofelia había acudido a Busmayor, el pueblo de su familia berciana, para recuperarse del dolor sufrido por la muerte de su madre, pero después de un mes, lejos de haber cogido fuerzas para continuar con su día a día, volver a la ciudad se le presentaba como una idea insoportable.

Encontró tres culpables de sentirse en esa situación: Mariano  y Ramona,  sus abuelos, y Javier, el agente forestal. Los abuelos por mimarla y hacerla sentir como la niña que, de pequeña, corría tras las gallinas y por abrazarla de una forma que ya tenía olvidada. Javier, por conseguir que la naturaleza anidase en su alma y el amor en su corazón.

El mismo día de su llegada, se encaminó hacia el bosque de hayas y comenzó a correr por la senda que tantas veces había recorrido con sus progenitores. El frescor que producían las sombras de las hayas, acebos y abedules, lo convertía en un lugar idóneo para pasear. Todos los vecinos con los que se cruzaba le ofrecían sus condolencias. Cansada de pararse y repetir una y otra vez la misma historia, Ofelia decidió correr por caminos menos transitados.

Durante unos minutos pensó, aspiró el aroma de la tierra, se deleitó con el verde intenso de las hojas y se entristeció al recordar que no haría nunca más ese paseo con su madre. Un ruido inusual y el cambio en el perfume del bosque la sacó de sus cavilaciones. Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba: un incendio. Al dar la vuelta a un recodo del camino se encontró con Juan, un joven de su edad  vecino del pueblo. Él la miró asustado e intentó apagar las primeras llamas con su chaqueta. El aire que levantó al hacerlo hizo que el fuego se extendiera. Entonces el joven se bloqueó y miró impasible las llamas, como si fuera una estatua y nada le afectase.

Ofelia, al ver la imposibilidad de apagarlo, tiró de su brazo para que se alejaran,   a la vez que intentaba llamar a emergencias, pero no había cobertura. No conseguía moverle; parecía hipnotizado. Los troncos de los arbustos crepitaban y el calor les sofocaba. El humo ya no les dejaba respirar.

La muchacha empezó a toser y, en vista de que el hombre se negaba a abandonar el lugar, decidió escapar. En el momento de darse la vuelta, Juan, con el rostro inexpresivo, la agarró por un brazo. Su mano la sujetaba dispuesto a no dejarla marchar. La joven intentó zafarse, después pidió ayuda a gritos, y por último suplicó que la soltara. El fuego, cada vez más intenso, se acercaba lamiendo los árboles y rastrojos que entraba en su camino. El ruido empezó a ser ensordecedor y el calor asfixiante.

Un mareo hizo que se desvaneciera.  Al despertar estaba en un hospital y a su lado sus abuelos aparentaban tranquilidad;  aunque le picaban los ojos y le escocía la garganta, se encontraba bien.

Su abuela se acercó y la tomó de la mano como hacía su madre para que se durmiera cuando era pequeña. Mientras tanto,  su abuelo le contó lo sucedido.

—Javier, el agente forestal, vio una columna de humo, avisó a los bomberos y se acercó hasta el lugar. Antes de llegar se encontró con Juan que te llevaba en brazos, aunque él también estaba a punto de desmayarse. Dijo que eras su mujer y que habíais tenido un accidente con el coche. ¡Pobrecillo! Ya va para dos años que perdió a su esposa; su coche ardió y no llegaron a tiempo de rescatarla. Desde entonces su cabeza no rige. Está en tratamiento, sin embargo, su madre duda de que tenga solución.

Al día siguiente le dieron el alta y comenzaron los mimos de sus abuelos y las visitas de Javier para ver cómo se encontraba.

El tiempo pasado en  Busmayor,  a pesar de lo sucedido en el hayedo, había sido un bálsamo para su espíritu, pero las vacaciones tocaban a su fin y una sensación de angustia se instaló en el estómago de Ofelia; ¿quería  volver a un trabajo que no le gustaba y a una rutina pesada y tediosa? Movió la cabeza para espantar sus divagaciones. Javier la esperaba en la puerta para dar un paseo.