Hacía
tres años que la Primera Guerra Mundial había terminado, tres años aguardando
la vuelta de su amado Jean Pierre, tres años de desasosiego. Nunca le
perdonaría haber roto la promesa que le hizo desde la ventanilla del tren que
le conduciría al frente. “¡Espérame, volveré muy pronto! La última noticia que
tuvo de él llegó a través de una carta escrita antes de la segunda batalla de
Marne y que
Juliet recibió cuando la tinta en el tratado del armisticio estaba ya
seca.
Los
compañeros que regresaron, cansados, pero orgullosos de su papel en la gran
contienda, no arrojaron luz sobre su paradero. No figuraba como caído, tampoco
como desaparecido o prisionero; simplemente se había desvanecido.
Los
recuerdos de Jean Pierre, junto con la lluvia que caía a raudales en esa noche
de otoño, causaban en Juliet una sensación de indefensión, un malestar que le
subía desde el estómago hasta la garganta. Se vistió con el uniforme y se
maquilló para disimular las ojeras originadas por tantas noches de insomnio. En
el trabajo, que su amiga Margot le había conseguido como cerillera en el Moulin
Rouge, su jefe le había dejado claro que el público acudía allí para divertirse
y que ella debía ofrecerles la mejor de sus sonrisas. Dejó su oscuro apartamento
con vistas al cementerio de Montmartre y caminó sorteando los charcos hasta el
cabaret.
Desde
una esquina de la sala se fijó en los clientes que habían empezado a ocupar las
mesas. Las damas, con vestidos de lentejuelas, boas, largos collares de perlas,
plumas y un intenso maquillaje, y los hombres, ataviados con trajes, pañuelos
en los bolsillos y calcetines combinados con zapatos de dos tonos, irradiaban
sensualidad y marcaban el contrapunto entre el esnobismo de las clases
pudientes y la miseria provocada por la
guerra. La función empezaría en diez minutos y para entonces los camareros
tendrían que hacer malabarismos para llegar a las mesas con las bebidas.
Unos
clientes habituales, con gestos, le indicaron que se acercara. Cuando volvía
hasta su rincón después de atenderles, tropezó con una mujer y parte de la
mercancía que llevaba en la bandeja cayó al suelo. El acompañante se agachó
para ayudarla y Juliet le dio las gracias. Al incorporarse sus ojos se
encontraron. La pareja se marchó sin reparar en el efecto que este tropiezo había
ocasionado en la joven.
—¿Sabes
quién era esa pareja? —preguntó Juliet con voz entrecortada a otra cerillera
que había visto la escena.
—Son
Jean Pierre Algoud y su mujer. Acaban de regresar. Han estado dando la vuelta
al mundo durante un año y, después de la función, darán una fiesta privada a
sus amistades —contestó.
Juliet
salió a la calle; se ahogaba. Corrió sin rumbo intentando dejar atrás la
recurrente pesadilla hecha realidad. Su huida la llevó hasta el Pont de Neuilly
bajo el cual las aguas del río Sena fluían veloces hacia su destino.
Sus
lágrimas y la intensa lluvia la empapaban. Su vida estaba acabada. Jean Pierre,
el hombre al que había añorado, al que había guardado ausencia, al que había amado
con todo su ser, ni siquiera la había reconocido. Se encaramó a la barandilla y
saltó.
Un fotógrafo,
que en ese momento tomaba instantáneas desde un yate por el río, vio a través de la cámara como una
mujer se precipitaba al agua y, sin pensarlo, se lanzó a salvarla. La subieron
al barco y consiguieron reanimarla.
Lo
primero que vieron los ojos Juliet al abrirse fue una sonrisa alegre enmarcada en
un rostro atractivo. Poco a poco se recuperó del golpe y consiguió articular
algunas palabras.
—¿Dónde
estoy? —preguntó.
—Tranquila, está a salvo, Me llamo Man Ray y usted es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
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