Ofelia
había acudido a Busmayor, el pueblo de su familia berciana, para recuperarse
del dolor sufrido por la muerte de su madre, pero después de un mes, lejos de
haber cogido fuerzas para continuar con su día a día, volver a la ciudad se le presentaba
como una idea insoportable.
Encontró
tres culpables de sentirse en esa situación: Mariano y Ramona,
sus abuelos, y Javier, el agente forestal. Los abuelos por mimarla y
hacerla sentir como la niña que, de pequeña, corría tras las gallinas y por
abrazarla de una forma que ya tenía olvidada. Javier, por conseguir que la
naturaleza anidase en su alma y el amor en su corazón.
El
mismo día de su llegada, se encaminó hacia el bosque de hayas y comenzó a
correr por la senda que tantas veces había recorrido con sus progenitores. El
frescor que producían las sombras de las hayas, acebos y abedules, lo convertía
en un lugar idóneo para pasear. Todos los vecinos con los que se cruzaba le
ofrecían sus condolencias. Cansada de pararse y repetir una y otra vez la misma
historia, Ofelia decidió correr por caminos menos transitados.
Durante
unos minutos pensó, aspiró el aroma de la tierra, se deleitó con el verde
intenso de las hojas y se entristeció al recordar que no haría nunca más ese
paseo con su madre. Un ruido inusual y el cambio en el perfume del bosque la
sacó de sus cavilaciones. Enseguida se dio cuenta de lo que pasaba: un
incendio. Al dar la vuelta a un recodo del camino se encontró con Juan, un
joven de su edad vecino del pueblo. Él
la miró asustado e intentó apagar las primeras llamas con su chaqueta. El aire
que levantó al hacerlo hizo que el fuego se extendiera. Entonces el joven se
bloqueó y miró impasible las llamas, como si fuera una estatua y nada le
afectase.
Ofelia,
al ver la imposibilidad de apagarlo, tiró de su brazo para que se
alejaran, a la vez que intentaba llamar
a emergencias, pero no había cobertura. No conseguía moverle; parecía
hipnotizado. Los troncos de los arbustos crepitaban y el calor les sofocaba. El
humo ya no les dejaba respirar.
La
muchacha empezó a toser y, en vista de que el hombre se negaba a abandonar el
lugar, decidió escapar. En el momento de darse la vuelta, Juan, con el rostro
inexpresivo, la agarró por un brazo. Su mano la sujetaba dispuesto a no dejarla
marchar. La joven intentó zafarse, después pidió ayuda a gritos, y por último
suplicó que la soltara. El fuego, cada vez más intenso, se acercaba lamiendo
los árboles y rastrojos que entraba en su camino. El ruido empezó a ser
ensordecedor y el calor asfixiante.
Un
mareo hizo que se desvaneciera. Al
despertar estaba en un hospital y a su lado sus abuelos aparentaban
tranquilidad; aunque le picaban los ojos
y le escocía la garganta, se encontraba bien.
Su
abuela se acercó y la tomó de la mano como hacía su madre para que se durmiera cuando
era pequeña. Mientras tanto, su abuelo
le contó lo sucedido.
—Javier,
el agente forestal, vio una columna de humo, avisó a los bomberos y se acercó
hasta el lugar. Antes de llegar se encontró con Juan que te llevaba en brazos,
aunque él también estaba a punto de desmayarse. Dijo que eras su mujer y que
habíais tenido un accidente con el coche. ¡Pobrecillo! Ya va para dos años que
perdió a su esposa; su coche ardió y no llegaron a tiempo de rescatarla. Desde
entonces su cabeza no rige. Está en tratamiento, sin embargo, su madre duda de
que tenga solución.
Al día
siguiente le dieron el alta y comenzaron los mimos de sus abuelos y las visitas
de Javier para ver cómo se encontraba.
El
tiempo pasado en Busmayor, a pesar de lo sucedido en el hayedo, había
sido un bálsamo para su espíritu, pero las vacaciones tocaban a su fin y una
sensación de angustia se instaló en el estómago de Ofelia; ¿quería volver a un trabajo que no le gustaba y a una
rutina pesada y tediosa? Movió la cabeza para espantar sus divagaciones. Javier
la esperaba en la puerta para dar un paseo.
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