Luis cambió el piso
del centro por un chalet en una exclusiva urbanización a las afueras de Madrid.
Con sesenta años tenía el futuro asegurado ya que su clínica de cirugía
plástica le daba para llevar una existencia holgada. Su mujer, quince años más
joven, no trabajaba y mantenía una saludable vida social.
Emilia se enamoró de
la casa nada más verla. Sólo tendrían que reformar el jardín, que lucía un
estado lamentable. Contrataron a una empresa de jardinería y después de un par
de reuniones, el boceto les pareció perfecto.
Emilia observaba a
la cuadrilla instalando tepe, cuando vio a un par de obreros cavando un hoyo
para colocar el olivo que habían adquirido. Corrió hasta ellos y les indicó que
el sitio para hacerlo estaba un metro a la derecha. No era el lugar que Luis y
el diseñador habían establecido, sin embargo era la zona donde ella quería
ubicarlo. Habían profundizado un metro cuando descubrieron unos huesos que
parecían humanos. Sin perder un segundo Emilia avisó a la policía.
El chalet se había
comprado a una sociedad de la que no quedaba rastro. La policía estuvo
interrogando por la zona, pero nadie conocía al misterioso vecino, ni siquiera
podían describirle ya que el coche que alguna vez aparecía por allí llevaba los
cristales tintados.
Luis y Emilia
discutían por cualquier tema desde el hallazgo de los huesos.
—Si no hubieras
cambiado la ubicación del olivo, nada de esto hubiera sucedido —exclamaba él.
Una tarde la policía
apareció por la casa y Luis salió a recibirles.
—Señor Carranza,
queda detenido por el asesinato de Inés Alonso —dijo el inspector.
Los ojos de Luis se
abrieron como platos y en su mente cobró vida una pregunta ¿Cómo era posible
que lo hubieran descubierto?
—Emilia, avisa a
Fernando Matas —gritó Luis.
Le llevaron a la
comisaría. Emilia se presentó allí con Fernando, el joven abogado que llevaba
los temas de la clínica, y esperó recorriendo el pasillo de un lado para otro
mientras él entraba a la sala de interrogatorios.
Sentado frente a la
mesa Luis le hizo un gesto con la cabeza. Al momento pasó un inspector y
comenzaron las preguntas.
—Tenemos la
confesión escrita del hombre que estaba con usted cuando mató a Inés Alonso con
un golpe en la cabeza —señaló el policía.
El abogado pidió a
Luis que no dijera nada, pero él contestó.
—No la maté. Me pasé
con la anestesia.
—Y ¿por qué el señor
Carlos Gutiérrez le acusa?
—No puede ser.
Fuimos socios durante diez años. Pusimos a nombre de una sociedad el chalet que
compramos como inversión con los beneficios de los dos primeros años. Nos iba
bien porque el boca a boca se extendía como la pólvora. Mucha gente famosa ha
pasado por nuestros bisturís. Inés no quería que la gente supiera que se había
retocado, por eso nos pidió que la ingresáramos por la noche con un nombre
falso y que en la intervención sólo estuviéramos Carlos y yo; temía que alguna
enfermera se fuera de la lengua.
—¿Y nadie se enteró?
—Nadie. Esa misma
noche pasamos al quirófano. Se me fue la mano con la anestesia. No debíamos
arriesgarnos a un escándalo que sería nuestra ruina. A Carlos se le ocurrió la
idea de enterrarla en el jardín. El resto se lo pueden imaginar. El golpe en la
cabeza fue debido a que se nos cayó al sacarla del maletero y su cabeza chocó
contra el bordillo.
—¿Y el señor
Gutiérrez vivió en el chalet?
—No podíamos
venderlo por si encontraban el cadáver así que Carlos lo usaba algunas
temporadas. Ahora se quería ir a vivir a Nueva York con una amiga y yo tenía
que hacerme cargo.
—Pues se ha suicidado,
pero ha dejado una confesión —dijo el policía.
El abogado salió de
la sala y Emilia se le acercó.
—Todo bien —susurró
el abogado—, vámonos.
Cuando subieron al
coche, Emilia le acarició una pierna.
—Lo hemos
conseguido. Me da un poco de pena la forma en que engañé a Carlos. El infeliz
creyó que iría con él a Nueva York.
—Cariño —contestó el
letrado—, no te preocupes. El viejo estaba enfermo y tu marido te ha engañado
mil veces. Por cierto, la imitación de la letra de Carlos te salió genial.
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