En plena canícula del mes de julio Ana conducía por tierra lucense deleitándose con el verdor de su paisaje. Al llegar a su destino bajó del coche y solo tuvo que empujar la cancela para que cediese al instante. Recorrió el camino umbrío que le separaba de la casa y quedó desilusionada al ver las condiciones en las que se encontraba la fachada del pazo que acababa de heredar.
—¿Por qué nunca me hablaste de la tía Teresa? —había preguntado Ana a su madre cuando le dio la noticia del legado.
—Se fueron a Brasil y perdimos el contacto. Ni siquiera sabía que habían vuelto a España —contestó ella zanjando la conversación.
La puerta obedeció a la vuelta de llave cuando Ana la giró. Con parsimonia exploró las amplias habitaciones del edificio principal y de la casa de los guardeses. El polvo que se acumulaba por todos los rincones era más evidente en la capilla que estaba situada en medio de un jardín gallego plagado de hortensias, gardenias y rosales.
Ya había visto lo suficiente para hacerse una idea de la faena que la esperaba. Empezaba a oscurecer y dejando de mala gana el lugar, condujo hasta llegar a una casa del pueblo que alquilaba habitaciones. Eloisa, una mujer de unos sesenta años, la recibió con una cara sonriente que se transformó en una mueca cuando Ana le dijo que era la nueva dueña del pazo.
—Allí trabajé como criada para los anteriores dueños —dijo la mujer y mirando por la ventana susurró—, hubo mucho sufrimiento en aquel lugar.
Ana hizo como que no la había oído. Habría tiempo de sobra para que le contara historias sobre el pazo y su familia.
—Eloisa, ¿conoce usted a alguien que pueda ayudarme a limpiar, por lo menos el edificio principal? Me espera mucho trabajo si pretendo convertirlo en una casa rural y no quiero que me coma el polvo.
La patrona llamó a unas vecinas y al día siguiente, mientras dos mujeres aireaban y limpiaban la planta primera y la cocina, Ana se dedicó al salón y empezó a dibujar bocetos para las obras de rehabilitación.
Al acabar el día volvió a la pensión satisfecha con los progresos y avisó a Eloisa de que al día siguiente pernoctaría en su nueva casa.
—¿Cómo era mi tía? —preguntó Ana.
—Podría contarle muchas historias. Algún día lo haré.
—¿Por qué no empieza hoy? —insistió la joven.
—Doña Teresa destacaba por su belleza pero también por su carácter —comenzó Eloisa—. Yo misma sufrí sus ataques de ira con asiduidad, pero tuve que aguantarme por razones económicas.
—¡Cómo lo siento! Mi madre nunca me habló de su hermana. Por lo visto pensaba que vivía en el extranjero hasta que llegó la llamada de un notario de Lugo.
—Volvieron de Brasil hará cuarenta años y vivieron aquí hasta su muerte. El pazo era de los padres del señor y lo acondicionaron para poder habitarlo. Por cierto, Ana, me ha dicho que quiere poner una casa rural. ¿Sabe la de obras que va a tener que emprender?
—Sí, lo sé, serán muchas. Voy a ver si localizo los planos para facilitárselos al constructor.
—Mire en la biblioteca. Además de para los libros, el señor la utilizaba como despacho. Igual los encuentra allí.
Las conversaciones entre las dos mujeres fueron habituales durante los siguientes meses y entre ambas nació una buena amistad que muchas tardes regaban con un licor de hierbas casero acompañado con tarta de Mondoñedo.
El primer día de octubre, mientras Ana y Eloisa comentaban sobre el color de la pintura, los obreros movieron los muebles del dormitorio principal y descubrieron que detrás del armario había una puerta. Cuando la abrieron hallaron una habitación decorada con motivos infantiles.
—No conocía esto —dijo Eloisa extrañada—. Los señores no tuvieron hijos.
Encima de una mesita encontraron una caja de música. Dentro apareció una carta y Ana reconoció al momento la letra de su madre. Nerviosa, sin saber el porqué, comenzó a leerla en voz alta.
“León, 6 de julio 1984
Querida hermana:
Pido a Dios que al recibo de la presente estés bien de salud. Nosotros contentos por tener a la niña. Cuando llegó tu marido con ella no nos lo podíamos creer. Me gusta que le hayas puesto el nombre de la abuela, Ana. No sé cómo has logrado que en los papeles aparezca yo como su madre legítima, pero no me importa.
Espero que después de lo que ha pasado tengas cuidado. Ya te avisé que ese hombre no era bueno para ti y mira lo que ha hecho. Guardaremos para siempre el secreto y no diremos a nadie que la niña es el fruto de los devaneos de tu marido con la criada. Fue buena idea decirle que su bebé nació muerto, nunca podrá buscarla y así no causará problemas.
Me dices en tu carta que volvéis a Brasil y creo que es lo mejor que podéis hacer.
Para terminar te doy las gracias por regalarme lo que la naturaleza no pudo ofrecerme, un ángel a quien querré como si fuera sangre de mi sangre.
Un abrazo de tu hermana que te quiere“
Ana levantó la vista y miró a Eloisa. Ésta lloraba en silencio.
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