La nieve de las últimas
semanas convertía a Villanol en una postal navideña. Todo lucía perfecto para
las fotografías, pero la carretera permanecía cortada, los teléfonos no
funcionaban y el único abastecimiento que lograban los vecinos era acercándose,
con todo el peligro que eso
acarreaba, hasta la casa de Belarmino.
Era un pueblo como
tantos otros donde la mayoría de sus habitantes eran octogenarios y en el que
para ir al médico había que desplazarse a Minate, diez kilómetros montaña
abajo. Aunque todos los inviernos pasaba lo mismo, las nieves siempre
sorprendían a los vecinos sin existencias. La bodega de Belarmino, sin embargo,
estaba bien abastecida; se podía encontrar en ella desde unos zuecos a una
pala, y desde carne o pescado congelado hasta tabaco. Era su negocio, ilegal,
eso sí, pero beneficioso para él y para todo el mundo.
Una mañana Belarmino
no abrió por más que la señora Carmen insistió llamando al timbre y aporreando
la puerta. Quien se asomó a la ventana fue Tomás, el vecino de la casa del al
lado.
—¡Mujer, no sigas, que
no está! A primera hora le llevó el Eustaquio con el tractor hasta Minate.
Carmen dio media
vuelta y de camino a su casa pasó por la de su prima y aprovechó para pedirle un
poco de leche. Allí comenzó el rumor que avocaría al pueblo a una situación trágica.
—El Eustaquio ha
tenido que llevar a Minate al Belarmino con el tractor. Me imagino que al
médico, ya sabes que está muy delicado —dijo Carmen mientras se comía un trozo
de pan con chorizo.
El rumor se fue
amplificando a medida que daba la vuelta a las esquinas, de tal modo que por la
noche la noticia era que Belarmino había muerto después de recibir los Santos
Óleos.
A la mañana
siguiente Carmen se presentó en casa de Tomás acompañada por su prima. Las
invitó a un café y hablaron de lo bueno que había sido su vecino y de que siempre estaba dispuesto a prestar dinero a cualquiera.
—Sabemos que tienes
la llave de la bodega de Belarmino —afirmó Carmen—. Creemos que lo natural es
que nos aprovechemos de lo que el pobre tenía allí guardado, al fin y al cabo
no lo necesitará. Dime, ¿quién le
atendió cuando estaba solo? Desde luego no esa familia que pueda aparecer ahora
reclamando sus pertenencias. Por eso los víveres deben ser para nosotros.
—¿Qué estás diciendo?
—preguntó Tomás—. ¡Carmen, por Dios, no sabemos si está muerto o no! Yo por lo
menos no me fio de los rumores.
—Ya, lo que pasa es
que teniendo tú las llaves, te quieres quedar con todo, ¿no es eso? Pues por
las buenas o por las malas nos lo vamos a repartir.
Ante tal tesitura Tomás
se apuntó al expolio. Cuando estaban dentro de la bodega alguien empujó la
puerta. Después entró otra persona, y otra, y otra más. Así hasta que casi
todas las casas del pueblo obtuvieron parte del botín.
Cuando estaba anocheciendo
las líneas de teléfono cobraron vida y Tomás recibió una llamada que le produjo
más desazón que cuando estaba recogiendo el tabaco y la munición de caza de la
bodega de su vecino.
—Tomás, soy yo, el
Belarmino. Estoy en casa de la hija del Eustaquio. Mañana él se quedará aquí
para ir al médico, pero me presta el tractor para que pueda subir al pueblo.
Cuando colgó corrió
casa por casa para dar la buena noticia y pedir que devolvieran todo lo que se
habían llevado de la bodega. Sólo encontró por respuesta caras serias y más
compungidas que cuando le creían muerto. Esa noche esperó hasta muy tarde, pero
nadie apareció.
Por la mañana no
nevaba y Tomás subió hasta el risco. Desde allí vería a Belarmino cuando
llegara y bajaría para darle la noticia en persona. Por el camino del pueblo
vio aparecer a varios vecinos que se apostaron a un lado de la carretera. Iban
provistos de palos y uno de ellos llevaba un fusil. La situación le pareció peligrosa
y corrió hasta su casa para coger la escopeta. Llegó a tiempo de ver como
Belarmino se bajaba del tractor y el marido de Carmen le apuntaba a la cabeza.
Tomás dirigió su escopeta hacia el hombre armado y sonó un disparo que alertó a
todo el pueblo.
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