María repara
las redes con esmero, como aprendió siendo una niña. Desde su silla, piensa en
lo que pudo ser y no fue. Y así, día tras día, dirige la vista hacia los barcos
que llegan a puerto cargados de anchoas, chicharros y sardinas; pero su mirada
vuela más allá del horizonte, allá donde el sol comienza a esconderse. No le
quedan lágrimas que verter, ni esperanzas de reencuentro.
Sigue tejiendo. Un dolor agudo le impide respirar. La aguja cae al suelo. Oye su voz, percibe su olor de marinero viejo. La emoción la embarga viéndole de pie a su lado. Siente como su mano le acaricia el pelo.
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