Una puerta
oscura, con la mirilla de latón gastada por años de bruñido, dio la bienvenida
a Matilde en un frío día de febrero. Un muchacho le franqueó la entrada.
—Buenos
días señora Aguirre. Su marido tiene una visita. En cuanto se quede libre la
aviso.
La condujo
hasta una sala que en esos momentos se encontraba vacía. Matilde se quitó los
guantes y se frotó las manos para desentumecerlas.
«¡Qué
recuerdos me trae este lugar! Aquí conocí a Carlos y a Enrique siendo una adolescente.
Hace ya treinta años que dejé de trabajar entre estas paredes, sin embargo, todo
parece estar igual que entonces».
Pasados
unos minutos el pasante regresó y la acompañó hasta el despacho de Enrique
Aguirre. Matilde se acercó a él para saludarle y después se aproximó a la
chimenea buscando entrar en calor.
—Hola,
querida. ¿Al final Silvia no ha podido venir?
—La
llamé, pero tenía un viaje de negocios que no podía posponer. ¿Y Aurora?
—preguntó Matilde.
—No creo
que tarde.
Enrique
se acercó a la mujer y la tomó de las manos.
—Matilde,
mantente tranquila. No tendrás dudas, ¿verdad?
—No. Pienso
igual que cuando lo planeamos hace dos años.
El
ruido de la puerta al abrirse rompió el momento en que ambos anclaban sus
miradas en uno de los volúmenes del Aranzadi. El pasante les avisó que Aurora
García y su abogado habían llegado.
Cuando
el notario abrió el sobre que contenía el testamento del finado, las tres
personas le observaban sin pestañear.
Después
de los preliminares, les informó que Carlos Redondo de la Fragua había dejado a
su actual pareja, Aurora García Tizón, el libro de poemas que ella le regaló en
su primer aniversario. A Matilde Sánchez Fernández la colección de vinilos que
compraron en su viaje de novios a Londres. El resto de sus bienes pasarían a su
hija Silvia Redondo Sánchez.
Aurora,
una mujer de poco más de treinta años, se levantó del asiento con tal ímpetu
que la silla cayó al suelo. Su abogado la sujetó del brazo y le rogó que se
calmara; ya estudiarían la manera de impugnar el testamento. Ella, precedida del
joven letrado, salió de la sala dando un fuerte portazo.
Al
quedarse solos, Enrique y Matilde sonrieron y poco después la mujer abandonó la
notaría. Enrique alcanzó el volumen del Aranzadi y sacó de él un sobre. Mientras
lo abría se acercó a la chimenea. Contenía el primer testamento de Carlos en el
que nombraba única heredera a su actual pareja.
Mientras
los papeles se consumían entre las llamas, Enrique recordó que cuando llamó a
Matilde para comunicarle que Carlos había testado, ella no le preguntó por su
contenido; sabía que no se lo diría.
Siempre
había estado enamorado de Matilde y, tiempo después de que Carlos la dejara,
habían comenzado a salir. Aunque en varias ocasiones le había pedido que
hicieran público su noviazgo e incluso que se casaran, ella no había dado su
consentimiento; su moral no se lo permitía.
Cuando
a Carlos le informaron que le quedaba poco tiempo de vida, él ya sabía de la
relación de su amigo y su ex mujer y también que ella no se volvería a casar
mientras él viviera. Quería lo mejor para Matilde y sabía que Enrique la haría
feliz. Por eso ideo un plan, un chantaje para conseguir unirla con su antiguo
socio y amigo de la infancia. Enrique debería hacer creer a Matilde que el
testamento favorecía a su nueva pareja, dejando sin herencia a su hija y, por
si era necesario enseñárselo, compusieron uno. Conocía bien a su ex y sabía que
ella haría todo lo posible para que Silvia no se quedara sin nada. Enrique debía
convencerla de que él podría variar las últimas voluntades siempre y cuando le
diera el “Sí Quiero”. La mujer aceptó de buen grado, juntos guardaron el sobre
que contenía el testamento original dentro de un volumen del Aranzadi y
redactaron uno nuevo. Matilde pensó que habían falsificado la firma de su ex,
pero Carlos lo firmó de su puño y letra para que no hubiera problemas en el
futuro; no quería que su última pareja obtuviera ningún beneficio al estar
seguro de que su relación con él era sólo por interés.
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