En el verano de 1840 se reúne en Lago de Carucedo un
pequeño grupo de hombres para dar la bienvenida a Enrique Gil y Carrasco,
escritor que se halla por esas tierras documentándose para su novela El Señor de Bembibre.
Entre los asistentes se encuentra Francisco Macías,
el alcalde, que sin dudar, le invita a pernoctar en su casa, situada en la
plaza de Lairó. Don Enrique acepta encantado, deseoso de escuchar las leyendas
que le narrará su anfitrión durante la cena. Tras los postres salen al corredor
a fumar sendos cigarros.
—Lo que le pueda decir es porque lo he escuchado de
boca de los vecinos de este pueblo. Sin embargo, puedo contarle mi propia
historia.
Gil y Carrasco se acomoda en el sillón, toma un
sorbo de cuturrús y le invita a comenzar el relato.
—Aunque han pasado cincuenta años, recuerdo como si
fuera hoy mi llegada a Lago. La nave que yo capitaneaba había sufrido tal destrozo,
por culpa de un saboteador, que impedía que nos pudiéramos unir a la flota
espacial que se dirigía a Zelados para la reunión anual de los Planetas Unidos
por la Paz. La avería sufrida no se podía arreglar ya que nuestros almacenes no
contenían el oro necesario para fundirlo y taponar los agujeros. Sería
imposible llegar a ningún planeta de la confederación si no reparábamos el desaguisado.
Se estudiaron los mapas y se decidió descender en el
planeta más cercano, en un lugar donde
fuera fácil encontrar el metal que necesitábamos. Trasco era un planeta que
habíamos estudiado desde todos los ángulos y que nuestros dirigentes querían
conservan al margen de la confederación. Se pretendía que fuera un planeta
virgen al que pudiéramos acudir en caso de absoluta necesidad ya que las
condiciones de oxigeno y presión, eran compatibles con nuestro sistema vital. Buscamos
el lugar idóneo y tras la coraza de invisibilidad y con los motores en
silencio, amerizamos sobre una laguna. Bajo sus aguas, nuestros magnetómetros
habían detectado ingentes cantidades de oro. Poco después de sumergir la nave
empezamos a trabajar a buen ritmo.
El metal que necesitábamos descansaba en las
profundidades, debajo de la antigua aldea tragada por las aguas. El oro se
hallaba al alcance de nuestros robots y tras un procesamiento sencillo, nos
serviría para arreglar los desperfectos.
Todo iba saliendo según lo previsto y en tres días
terrestres estaríamos en condiciones de seguir nuestro camino. Sin embargo,
nuestros planes se vieron entorpecidos cuando los radares captaron una
embarcación acercándose hacia nosotros.
El barco estaba justo sobre nosotros. Un cuerpo cayó
al agua, justo frente al cristal del puente de mando. No podíamos hacer otra cosa
que capturarlo. Una voz se alzó indicando que debíamos suprimir esa presencia,
aunque parecía obvio que no necesitaríamos actuar para que su vida se
extinguiese por sí sola. Algo en mí hizo que intentara salvarla. Creo que la
expresión correcta es “amor a primera vista”. Pedí a algunos miembros de la
tripulación que la introdujeran en la nave. A los pocos minutos me avisaron de
que la habían reanimado y que se encontraba muy confusa y asustada. Me presenté
ante ella con la verdad por delante, pero ella creía que había muerto y estaba
ante un ángel. Me hizo gracia su comportamiento y la invité a recorrer la nave.
—Me da la impresión que la dama en cuestión es ahora
su esposa, ¿me equivoco? —preguntó Gil y Carrasco.
—Así es, el oro, remedio necesario para mi nave y
riqueza para los terrícolas fue mi aliado para encontrar la pareja que llevaba
buscando desde hacía muchos años. La pena es no haber podido tener hijos con
ella por la incompatibilidad de nuestros genes.
—¿De sus qué…?
—Ah, señor mío, a veces no me doy cuenta de que
ustedes todavía hay muchas cosas que desconocen. Durante el próximo siglo,
seguro que la investigación avanzará por los derroteros de la genética.
—Su historia, real o inventada, es muy hermosa. ¿Y cómo la cortejó? ¿Qué fue de la nave y sus tripulantes?
—Eso, amigo mío, lo dejaremos para mañana.
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