La habitación del
hotel de Valencia respondía a todas sus expectativas: exterior, luminosa y con
vistas. Con los últimos avances tecnológicos era el lugar indicado para regresaran
las musas, que la habían abandonado en los últimos tres meses.
Ana Prieto había
publicado varias obras y todas con gran éxito comercial. Su editor, temiendo el
síndrome de la página en blanco, le había reservado un fin de semana en aquel
lugar para ver si allí conseguía terminar la novela.
Después de deshacer
el equipaje salió a dar un paseo por la playa y, a la vuelta, llamó a su editor.
—David, si querías
que descansara, lo vas a conseguir. Es un lugar perfecto.
Él se rió y le
prometió que no se aburriría. Ana colgó sin saber a qué se refería, pero no le
dio importancia.
Después de que le
subieran la cena se sentó ante el ordenador y abrió el fichero de la novela en
la que estaba inmersa. Trataba sobre un asesinato. La inspectora que llevaba el
caso había descubierto que el homicida había sido el padre de una joven a la
que la víctima había violado. El problema vino cuando la policía se enamoró del
asesino y le asaltaron las dudas de si debía o no entregarle. Faltaba el
desenlace y Ana vacilaba entre si la protagonista debía realizar su trabajo ó
eliminar la prueba incriminatoria que tenía en su poder.
Eran las once de la
noche cuando unos golpes desviaron la atención de la escritora hacia la puerta.
Preguntó antes de franquear la entrada y la voz de una mujer contestó que era el
servicio de habitaciones. Abrió y se encontró con una chica llorando. Le
imploró que la dejara pasar porque debía darle un mensaje urgente. Una vez
dentro, la joven se explicó:
—Mi padre me adora
y ha asesinado al hombre que me violó. Ahora es probable que vaya a la cárcel y
me siento culpable.
Aún sollozando, la
muchacha salió corriendo. Ana se quedó sin palabras y estuvo durante toda la
noche dando vueltas a lo ocurrido.
A la mañana
siguiente bajó a desayunar a la cafetería y cuando se disponía a irse, un
hombre la abordó y le pidió que le escuchara. Ella volvió a la mesa y con un
gesto le invitó a sentarse.
—He matado al
malnacido que violó a mi hija. Sé que iré a la cárcel y me siento culpable, no
por el asesinato, sino porque mi hija se quedará sola.
Dichas estas
palabras se levantó y se fue dejándola con la boca abierta. Ana empezaba a
pensar que sufría alucinaciones.
A las once llamaron
a la puerta. La abrió sin molestarse en preguntar quién era. Encontró a una
mujer que se presentó como inspectora de policía. Directamente, Ana se retiró
para que pasara. Sin más preámbulos la invitada comenzó:
—Tengo dudas
morales. Al fin y al cabo debo hacer cumplir la ley y he encontrado a un
asesino, por lo tanto tengo obligación de entregarlo a la justicia. Sin embargo, me he enamorado de él y comprendo
sus motivaciones.
Después de decir
esas palabras se marchó. Ana pensó que las visitas que había recibido
probablemente eran fruto de su imaginación.
Al día siguiente, en
el taxi que la conducía hacia el aeropuerto, el conductor le contó una
historia.
—Un amigo mío se
enamoró de una joven, pero por un maletín que ella olvidó en su coche, descubrió
que pertenecía a un clan dedicado al robo de obras de arte. Por aquel entonces
trabajaba como chofer para un magnate de la industria hotelera. Ella le sonsacó
información para perpetrar un robo en la mansión de su jefe. Mi amigo le pidió
que no lo hicieran y ella, riéndose, le contestó que nadie le creería porque,
si se iba de la lengua, le acusaría de haberla violado. Al final, ella le
denunció, pero su padre, temiendo que el negocio se le escapara de las manos, le
asesinó.
En el aeropuerto,
mientras esperaba la salida del vuelo, Ana llamó a su editor para informarle
que había encontrado el final perfecto para la novela. David le preguntó si no
había sucedido nada sorprendente durante su estancia.
—Los actores
geniales y la representación, un éxito —contestó Ana riendo.
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