El
hermano Jerome se levanta el hábito hasta las rodillas y baja a la bodega. El
peligro de escurrirse por la humedad es evidente y lo último que necesita es
que un accidente retrase su cometido.
El olor
a Chartreuse inunda el recinto igual
que lo viene haciendo desde el siglo dieciocho. Camina entre la filas de cubas
hasta llegar al fondo de la nave. Allí, tras una puerta, se encuentra la
posesión más preciada para los monjes cartujanos. Introduce la llave en la cerradura y ésta cede al primer
giro. Desde la entrada comprueba que la estancia está iluminada. Llama al
hermano Carlos, pero nadie contesta.
Gracias al tiempo benigno que han tenido durante el invierno, la cosecha de hierbas aromáticas utilizadas para preparar el licor, ha sido muy productiva y los fardos, repletos, están en sus correspondientes anaqueles.
Su primera impresión es que el encargado del almacén ha olvidado apagar las luces y cerrar la puerta con los cuatro giros de llave. “Debo hablar con el prior porque la cabeza del hermano Carlos empieza a desvariar”. Recuerda que el sabor de la última remesa de Chartreuse verde era tan distinto al habitual, que tuvieron que desecharlo. Y menos mal que él se dio cuenta antes de empezar con el proceso de envasado.
Atraviesa
la sala y llega al recinto donde se encuentra el verdadero tesoro. Ve la caja
fuerte vacía. Mientras marca el número de su superior, para avisarle de que han
robado la fórmula, oye unas pisadas. Va a darse la vuelta, pero no le da
tiempo; un golpe en la cabeza le deja sin conocimiento.
Se despierta
en su celda. Antes de abrir los ojos escucha pasos a su alrededor. El médico del
pueblo y el prior están a los pies de la cama. Cuenta a su superior que han
robado la fórmula, pero el médico, al instante, recomienda dejarle solo para
que descanse.
El
hermano Carlos entra en la habitación poco después.
—¿Qué le
ha pasado?, —pregunta preocupado.
—Había alguien
en la sala. Me golpeó antes de que pudiera verle.
—¿Se lo
ha dicho al Prior?
—Prefiero
hablar con él a solas.
—Con
esta cabeza mía, seguro que habré hecho algo mal —se lamenta.
Al oír
estas palabras, el hermano Jerome recuerda lo que pensó sobre el hermano Carlos
al entrar en el almacén.
Su
compañero se ha sentado en el suelo, parece mareado.
—Hermano,
¿se encuentra mal?
—Un
poco mareado, pero ya se me pasa. Me avisó el doctor que podría sucederme con
las pastillas que me recetó.
—Gracias
a Dios. Y gracias a usted. Ayúdeme a levantarme y vayamos a ver al Prior.
Caminan
agarrados del brazo y hablando entre susurros. El hermano Jerome entra en el
despacho mientras que su compañero se queda fuera.
—Con su
permiso. Tengo algo que contarle. Es muy urgente —exclama.
—Veo
que está mejor. Yo me marcho —dice el doctor que se encuentra charlando con el
Prior.
—Por
favor, no se vaya —replica el hermano Jerome—. Reverendo Padre, el culpable del
robo y del chichón que me va a salir no es otro sino el doctor.
—No
sabe lo que dice. Debe de estar conmocionado —replica el médico.
—Usted
ha drogado al hermano Carlos para que todos pensaran que estaba perdiendo la
cabeza. Mientras le hacía pruebas en su consultorio hizo un molde de las llaves
que siempre lleva consigo. Esta noche no
contaba con que yo bajara a esas horas al almacén, y al verme, se asustó y me
golpeó.
—Pudo
ser cualquiera. ¿Por qué supone que ha sido el doctor? —pregunta el Prior.
—Porque
he reconocido sus pisadas. Debe tener una chincheta clavada en la suela del
zapato y hace un ruido especial; el mismo que oí en el almacén y hace un
momento en mi celda.
El
hermano Jerome se vuelve hacia el doctor que se revuelve en su silla.
—Si no
tiene nada que ocultar deje que veamos el contenido de su maletín.
El
médico se levanta y sale corriendo hacia la puerta. Intenta abrirla, pero está atrancada.
Alguien la está sujetando por fuera. Se oye una voz desde el pasillo.
—La
policía no tardará en llegar. Ya les he avisado —grita el hermano Carlos desde
el exterior.
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