sábado, 17 de octubre de 2015

RELATO BREVE - SUCEDIÓ EN SANTIAGO


Desde el otro lado de la mesa, un joven me anima a relatar lo sucedido.

—Aunque estoy seguro de que no me va a creer, le juro que ocurrió como se lo voy a contar.


“Corría el mes de octubre de 1975 cuando salía por la Nacional VI en dirección a Santiago. En aquel entonces trabajaba para una firma de relojes y estos viajes rutinarios me encantaban, aunque a mi mujer la sacaban de quicio, sobre todo después de haber parido tres hijos mientras yo estaba fuera.

Después de 600 kilómetros parando cada poco tiempo porque el motor de mi Seat 133 se calentaba y debía rellenar de agua el radiador, llegué a mi destino ya de noche. No era la primera vez que pernoctaba en esa ciudad y acudí, como siempre, a la pensión La Neniña.

Pues como le iba diciendo, dejé la maleta y pasé por el bar Ferreira para comer un bocadillo. Cuando entré en el local lo encontré vacío a excepción de un señor que ocupaba una de las mesas. En cuanto me vio, hizo gestos para que me acercara.

—¿No atiende nadie? —le pregunté observando que no tenía ninguna consumición.

—Estos camareros de hoy en día no son como los de mis tiempos. ¡Mire! —dijo señalando el ventanuco que comunicaba el bar con la cocina y por donde había aparecido la cabeza de un joven.

Cuando me acercaba a la barra, el hombre llamó mi atención.

—¡Escuche!  Seguro que ni han notado su presencia. Estos tipos miran sin ver. A mí me gustaría tomarme un ribeiro, pero es imposible, y lo he intentado, no crea —dijo soltando una gran carcajada.

A mi pregunta de por qué lo decía, me respondió: “Porque los muertos, mal que nos pese, no podemos saciar nuestros apetitos”

Hice intención de alejarme de aquel hombre que, sin duda, estaba loco.

—¿Dónde cree que va?  Para alguien que puede darme conversación no dejaré que se marche —dijo cerrándome el paso.

Le miré asustado, pero su aspecto no era amenazante, sino afligido. Me dio tanta lástima el pobre, que me senté junto a él.

—¿Por qué dice que está muerto, alma cándida? —le pregunté.

—¡Carallo!  Porque lo estoy. ¡Mire! —y acercándose a la pared la atravesó como si fuera una cortina de agua. Al momento volvió a aparecer a mi lado. Me quedé con la boca abierta.

—¿Y por qué está aquí y no se ha ido donde tengan ir los muertos? —pregunté con un hilo de voz.

—Debo cuidar de mi niña. Se ha quedado al frente del bar, los camareros son unos sinvergüenzas y su marido un hijo de mala madre. La engañan todos y la tonta no lo sabe.

Logré serenarme y, al ver su cara compungida, me ofrecí para decírselo a su hija.

—A usted no le escuchará. Si me fiara de las médium…, mi hija es un poco bruja, ¿sabe?, pero no sé…, todas son unas farsantes.

Al lado de mi pensión había visto un cartel anunciando una tal Mademe Rolín y se me ocurrió comentárselo al hombre para que lo intentara. El caso es que después de un rato sin haberme tomado ni un ribeiro, salimos en busca del remedio para que el difunto descansara en paz.

Cuando llegamos al local, la puerta estaba abierta. Sentada al lado de una estufa había una mujer con el pelo encrespado que me recordó a las meigas de los relatos gallegos.

—Por favor, señora, ¿puede ver al hombre que me acompaña? —pregunté.

La mujer nos miró y abrió los ojos como si fueran a salírsele de las órbitas.

—¡Por el Apóstol y todos los santos!,  —exclamó dando vueltas a mi alrededor—. Claro que le veo. Él es un espíritu normal. Pero usted, usted…

Empezaba a preocuparme por sus palabras cuando mi compañero rompió el silencio.

—Quiere decir que usted también está muerto. ¡Qué carallo! ¿No lo sabía?

—No está muerto, pero le falta poco. Debe estar en coma porque le veo borroso —dijo la médium—. Hombre de Dios, aférrese al mundo y lo conseguirá. Piense en su familia, piense en ellos, piense …

De pronto mi mujer me zarandeaba en la cama de un hospital”.


El joven del otro lado de la mesa me mira sin inmutarse.

—Doctor, ¿cree que estoy loco?

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