Desde
el otro lado de la mesa, un joven me anima a relatar lo sucedido.
—Aunque
estoy seguro de que no me va a creer, le juro que ocurrió como se lo voy a
contar.
“Corría
el mes de octubre de 1975 cuando salía por la Nacional VI en dirección a Santiago.
En aquel entonces trabajaba para una firma de relojes y estos viajes rutinarios
me encantaban, aunque a mi mujer la sacaban de quicio, sobre todo después de
haber parido tres hijos mientras yo estaba fuera.
Después
de 600 kilómetros parando cada poco tiempo porque el motor de mi Seat 133 se
calentaba y debía rellenar de agua el radiador, llegué a mi destino ya de noche.
No era la primera vez que pernoctaba en esa ciudad y acudí, como siempre, a la
pensión La Neniña.
Pues
como le iba diciendo, dejé la maleta y pasé por el bar Ferreira para comer un
bocadillo. Cuando entré en el local lo encontré vacío a excepción de un señor
que ocupaba una de las mesas. En cuanto me vio, hizo gestos para que me
acercara.
—¿No
atiende nadie? —le pregunté observando que no tenía ninguna consumición.
—Estos
camareros de hoy en día no son como los de mis tiempos. ¡Mire! —dijo señalando
el ventanuco que comunicaba el bar con la cocina y por donde había aparecido la
cabeza de un joven.
Cuando
me acercaba a la barra, el hombre llamó mi atención.
—¡Escuche! Seguro que ni han notado su presencia. Estos
tipos miran sin ver. A mí me gustaría tomarme un ribeiro, pero es imposible, y lo
he intentado, no crea —dijo soltando una gran carcajada.
A mi
pregunta de por qué lo decía, me respondió: “Porque los muertos, mal que nos
pese, no podemos saciar nuestros apetitos”
Hice
intención de alejarme de aquel hombre que, sin duda, estaba loco.
—¿Dónde
cree que va? Para alguien que puede
darme conversación no dejaré que se marche —dijo cerrándome el paso.
Le miré
asustado, pero su aspecto no era amenazante, sino afligido. Me dio tanta
lástima el pobre, que me senté junto a él.
—¿Por
qué dice que está muerto, alma cándida? —le pregunté.
—¡Carallo! Porque lo estoy. ¡Mire! —y acercándose a la
pared la atravesó como si fuera una cortina de agua. Al momento volvió a
aparecer a mi lado. Me quedé con la boca abierta.
—¿Y por
qué está aquí y no se ha ido donde tengan ir los muertos? —pregunté con un hilo
de voz.
—Debo cuidar
de mi niña. Se ha quedado al frente del bar, los camareros son unos
sinvergüenzas y su marido un hijo de mala madre. La engañan todos y la tonta no
lo sabe.
Logré
serenarme y, al ver su cara compungida, me ofrecí para decírselo a su hija.
—A
usted no le escuchará. Si me fiara de las médium…, mi hija es un poco bruja,
¿sabe?, pero no sé…, todas son unas farsantes.
Al lado
de mi pensión había visto un cartel anunciando una tal Mademe Rolín y se me
ocurrió comentárselo al hombre para que lo intentara. El caso es que después de
un rato sin haberme tomado ni un ribeiro, salimos en busca del remedio para que
el difunto descansara en paz.
Cuando
llegamos al local, la puerta estaba abierta. Sentada al lado de una estufa
había una mujer con el pelo encrespado que me recordó a las meigas de los
relatos gallegos.
—Por
favor, señora, ¿puede ver al hombre que me acompaña? —pregunté.
La
mujer nos miró y abrió los ojos como si fueran a salírsele de las órbitas.
—¡Por
el Apóstol y todos los santos!, —exclamó
dando vueltas a mi alrededor—. Claro que le veo. Él es un espíritu normal. Pero
usted, usted…
Empezaba
a preocuparme por sus palabras cuando mi compañero rompió el silencio.
—Quiere
decir que usted también está muerto. ¡Qué carallo! ¿No lo sabía?
—No está
muerto, pero le falta poco. Debe estar en coma porque le veo borroso —dijo la
médium—. Hombre de Dios, aférrese al mundo y lo conseguirá. Piense en su
familia, piense en ellos, piense …
De
pronto mi mujer me zarandeaba en la cama de un hospital”.
El joven
del otro lado de la mesa me mira sin inmutarse.
—Doctor,
¿cree que estoy loco?
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