domingo, 18 de mayo de 2014

RELATO BREVE - EL RELOJ DE MISA

Netwriters Tintero - Tema: Reloj  - 14/05/2014

               
Después de los rezos de vísperas, los monjes negros, con las manos bajo los escapularios y las capuchas echadas para resguardarse del frío, se encaminaron en fila hacia sus celdas, El suave roce de los hábitos en el suelo quebraba el monótono silencio en el que estaba sumido el atrio.
Ya en la celda, Bartolo se quitó el hábito y antes de dejarlo en el banco, a los pies de la cama, lo limpió con la manta de lana que utilizaba para taparse. Se acostó y pensó en la conversación que había oído esa misma mañana entre el abad y Don Ernesto, el cura de la iglesia del pueblo que tanto le apoyó para que ingresara en el monasterio cuando siendo niño sintió la vocación religiosa. Había intentado retirarse de detrás de la puerta, pero su curiosidad pudo más que su propósito, y escuchó:
—Parece ser que los gobernantes quieren poner un reloj mecánico en la iglesia, del estilo del que han colocado en la Catedral de Valencia —dijo el abad con el tono seco que utilizaba cuando se dirigía a sus inferiores.
—Algo he oído. Por lo que sé los comerciantes están interesados en saber los periodos de tiempo empleados por un artesano para elaborar sus productos. Creen que el tiempo tiene un precio y quieren medirlo sin esperar a que suenen las campanas. Les gustaría tener algo más preciso que el reloj de sol que tenemos en la torre meridional —añadió el cura con una sonrisa amable.
—Y a usted ¿qué le parece? —Insistió el abad.
—Pues creo que está bien. La sociedad está evolucionando y cada vez hay más industrias que hacen más fácil la vida del pueblo.
—Si eso es lo que piensa, no tenemos nada más de que hablar. Puede retirarse.
—Pero señor, me ha pedido mi opinión. Usted sabe más que yo y le ruego que me ilumine.
El abad meditó por la estancia. El paso estaba dado y sabía que podría contar con el cura para sus propósitos.
—Está bien, Don Ernesto, siéntese y jure por Dios que nadie sabrá lo que le voy a pedir.
—Lo juro.
—Bien, escuche. La burguesía está intentando controlar el tiempo y, como bien sabe usted, este pertenece a Dios.  Como sus representantes en la tierra somos los únicos que debemos distribuirlo. Intentan modificar el ritmo de las horas y nuestro San Benito de Nursia nos enseñó que se debe dividir en horas canónicas: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas.  Por eso la vida debe seguir moviéndose con las campanadas de la iglesia. Estamos en el siglo catorce, ¿qué será de nuestra civilización en el quince si consentimos semejante atropello? Si  consiguen salirse con la suya se impondrá un nuevo género de vida dentro de la sociedad y seguro que perderíamos feligreses. Los relojes de misa han sido los que han marcado las horas y así debe seguir siendo.
A Bartolo le dolía la oreja de tan pegada que la tenía a la puerta, pero no quería quedarse sin el final de la historia. No entendía de relojes, ni de burguesía pero sabía que dentro del despacho del abad se fraguaba algo serio. Allí dentro estaban dos de los hombres más importantes de su vida.
—Don Ernesto, tiene usted que usar su autoridad durante sus sermones para que el pueblo no acepte la imposición de los gobernantes y cuando confiese a estos últimos, amenázales con la excomunión si persisten con la idea.
Bartolo recordaba como D. Ernesto salió cabizbajo del despacho del abad y al pasar por su lado le dijo.
—Hijo, recuerda que aunque tu conciencia te dicte otra cosa, la obediencia es algo que nos viene exigido por Dios.

El monje comenzó a dar vueltas en su camastro. Estaba inquieto por la conversación que había oído y por las palabras que le había dirigido su benefactor. Se durmió sin  poder decidir si era más importante que el pueblo tuviera una vida más fácil como había dicho D. Ernesto o que la Iglesia continuara con su supremacía como había manifestado el abad. 

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